Por fin, después de tantas
desventuras, estábamos los dos juntos en casa, en nuestra habitación. Yo la
quería mucho. No me importaba nada más. Si la vida nos reservaba un par de
problemas, yo, después de haber recorrido todo aquel camino con tanta audacia,
sería capaz de resolverlos. Sus labios olían a moras. Los dos, abrazándonos en
esa habitación, deberíamos darle la espalda a todas aquellas ideas lejanas, de
lugares imprecisos, a la gente que había perdido el rumbo dejándose engañar por
ellas, a los respetables y apasionados estúpidos que intentaban reflejar en el
mundo sus propias obsesiones, a todos aquellos que intentaban afligirnos con
sus sacrificios, a la llamada de una vida inalcanzable y testaruda. ¿Qué puede
impedir, ángel mío, que dos personas que han compartido grandes sueños, que han
sido compañeros de viaje mañana y noche durante meses, que han recorrido tanto
camino juntos, se abracen y olviden el mundo que hay más allá de puertas y
ventanas, que sean más reales que cualquier otra cosa, que encuentren ese
momento incomparable de realidad?
…
Quedémonos aquí, reconozcamos lo que vale esta habitación: mira, una mesa, un
reloj, una lámpara, una ventana; nos levantaremos cada mañana y contemplaremos
admirados la morera. Si ella está ahí, entonces nosotros estamos aquí. El marco
de la ventana, la pata de la mesa, la mecha de la lámpara: luz y olor; qué
simple es el mundo… Existir es abrazarte.