Ian McEwan: Chesil Beach





Cuando pensaba en ella, lo hacía con cierto asombro de haber dejado escapar a aquella chica del violín. Ahora, por supuesto, veía que la propuesta retraída de Florence era totalmente intrascendente. Lo único que ella había necesitado era la certeza de que él le hubiera dicho que no había prisa porque tenían toda la vida por delante. Con amor y paciencia -ojalá él hubiera tenido las dos cosas a un tiempo- sin duda los dos habrían salido adelante. Y entonces, ¿qué hijos no nacidos habrían podido tener oportunidades, qué niña con una diadema podría haberse convertido en un familiar querido? De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida: no haciendo nada.

En Chesil Beach podría haber llamado a Florence, podría haberla seguido. No supo, o no había querido saberlo, que al huir de él, convencida en su congoja de que estaba a punto de perderle, nunca le había amado más, o con menos esperanza, y que el sonido de su voz habría sido una liberación para ella, y habría vuelto. Pero él guardó un frío y ofendido silencio en el atardecer de verano y observó la premura con que ella recorría la orilla y cómo las olitas que rompían acallaban el sonido del avance trabajoso de Florence hasta que sólo fue un punto borroso y decreciente contra la inmensa vía recta de guijarros relucientes a la luz pálida.


Ian McEwan: Chesil Beach.

 


Foto: Playa de Jandía, Fuerteventura 
©  Juan Medina