Según su hermano Iván, éste era para Chéjov su relato más pulido (y es también una parábola sobre el poder del arte). Se sabe también que era su preferido, y su final demuestra definitivamente, en su opinión, que no era el hombre de sangre fría, pesimista y triste que sus críticos habían hecho de él. El último párrafo es una frase de exaltación deliberadamente larga:
Y mientras cruzaba el río en el transbordador, y ascendía después por la montaña, mirando hacia su pueblo en el oeste, donde había una estrecha franja de crepúsculo carmesí, se dio cuenta de que la verdad y la belleza, que habían guiado la vida humana en aquel lugar, en el paraíso y en los dominios del Sumo Pontífice, habían seguido haciéndolo sin interrupción hasta el presente, y era evidente que siempre habían sido los elementos más importantes de la vida humana y de la tierra en general. Tenía sólo veintidós años, y una sensación de juventud, salud y fuerza, una expectativa inexplicablemente dulce de felicidad, de insondable y misteriosa felicidad, se fue apoderando poco a poco de él, y la vida se tornó a sus ojos fascinante y milagrosa, y llena de un significado sublime.
Rosamund Bartlett: Chéjov. Escenas de una vida.