[…]
Toda la tarde, a través del aplastante calor que dormía
millas adentro,
describimos una lenta curva hacia el sur llena de paradas.
Pasamos por amplias granjas, ganado de sombra corta,
y canales con islas de espuma industrial;
un invernadero centelleaba solitario: los setos bajaban
y subían: y de vez en cuando un olor a hierba
desplazaba el hedor a tela de vagón con botones
hasta la siguiente población, nueva y anodina,
se acercaba tras extensiones de coches desmantelados.
Al principio, no me fijé en el rumor que hacían las bodas
en cada estación donde nos deteníamos: el sol destruye
el interés de lo que ocurre en la sombra,
y en los largos y frescos andenes jolgorio y chillidos
que tomé por mozos bromeando con el correo,
y seguí leyendo. Pero una vez nos pusimos en marcha
pasamos a su lado, chicas sonrientes y maquilladas
en parodias de la moda, tacones altos y velos,
todas en una pose indecisa, mirándonos marchar
como al final de un acontecimiento,
diciendo adiós con
la mano
a algo que lo ha sobrevivido.
[…]
Philip Larkin: Las
bodas de Pentecostés.
Foto: Terceira, Azores, Portugal © Juan Medina